Ascensión de Miguel Hernández al Seminario
Octubre era un mes
señalado dentro de su corta biografía. 1939. Iba a cumplir 29 años. Primer octubre de la Victoria. El
poeta trataba de escribir, era a mediados de mes, una carta a su mujer, que
estaban allá abajo con su hijo. Lápiz y papel. Qué lápiz y qué papel. No se
encontraba muy católico en la lóbrega estancia en que se hallaba prisionero. Un
sótano del Seminario de San Miguel Arcángel y la Inmaculada Concepción. Iba a
ponerse a escribir, pero cuando humedecía el grafito con la punta de la lengua
se ponía a pensar sobre las causas por las qué estaba encerrado en aquella
prisión. Repasaba los antecedentes de su asunción al Seminario y los duros días
que ya había pasado en aquella cárcel.
Día de San Miguel.
29 de septiembre. Su santo. Hacía años que no lo celebraba. El poeta, además de
barro -“Me llamo barro aunque Miguel me llame.”-, se llamaba así, eso decían,
porque su padre, nacido en Redován, le puso su nombre, que era el del patrón
del pueblo, el glorioso arcángel. Redován, donde ese mismo año de 1939, por
enero, habían estado, de paso, una noche, Negrín, la Pasionaria y otros dirigentes
republicanos, en plena desbandada, camino hacia el aeródromo de Monóvar que les
prometía un exilio a lomos del avión que pilotaría Jiménez de Cisneros. El
poeta no tuvo plaza en ese avión. Pues nada, este año iba a celebrar su santo.
Hacía medio mes que lo habían puesto en libertad y algo tenía que hacer. No iba
a estar escondido todo el día todos los días.
Cuando llegaba con
Justino a la plaza de la Soledad empezó a comprender que no debía haber salido
a celebrar su onomástica. Y eso que le habían advertido de la cosa. ¡Chico,
estás loco para salir por Orihuela! Nene, ¿es que no has tenido bastante?
Chacho, ¿es que no piensas en tu mujer y en tu hijo? ¡Miguelico, no seas
cabezón! Las heridas de la guerra manaban sangre todavía a chorros por la calle
Mayor. Índices acusadores le señalaban por donde iba pasando. Acababa de
visitar a los padres de su amigo del alma. Tras la visita, el hermano de Ramón
le quiso acompañar, por lo que pudiera pasar, al tiempo prolongarían ambos el
revival del hermano y del amigo. Iban hablando por delante del larguísimo muro
de la catedral, a la vista de los innumerables vítores de sangre de toro y de
almagra de los bachilleres, de los licenciados, de los doctores que se habían
recibido en tiempos pasados. Larguísimo muro, pared de piedra eterna donde
seguían estando las firmas de los canteros que construyeron la catedral, signos
masones tan analizados por los ojos investigadores de don Magín, el que vivió
en la Orihuela recreada por Miró.
Pasaban por delante
del palacio obispal. Pensó en el Obispo leproso y del mismo habló con Justino.
Del Obispo. De Don Magín. De doña Purita, aquella soltera frutal, qué buena y
apetecible la retrató el bueno de don Gabriel. Rememoró por unos segundos
aquellos sus poemas que tituló “Alba de hachas” y “Sonreídme”. Miró al otro al
otro lado, a la placeta del Salvador, y recordó el episodio de la biografía
novelada de Jaime el Barbudo que sucedió en aquel entorno. Jaime el de la
Sierra, sí, el que robaba a los ricos para repartir entre los pobres.
Llegando al refugio
de las Cadenas, pensó en aquellos murcianos del pasado que venían a Orihuela,
cometían tropelías y se acogían a sagrado. Recordaba la inquina, la tirria que
los oriolanos tenían hacia los de Murcia, por los ataques que a lo largo de la
historia habían venido de aquel lado. Aunque en realidad, los que vivían al
otro lado de la raya de Castilla eran, por lo menos en su poesía de guerra,
“murcianos de dinamita | frutalmente propagada”, paisanos soldados firmemente
dispuestos en férreos octosílabos entre “aragoneses de casta” y “leoneses,
navarros, dueños | del hambre, el sudor y el hacha”.
Enseguida pasaron
por delante de la portada del Loreto, a la izquierda, y la puerta de la capilla
del mismo nombre, a la derecha. Y mientras hablaba con Gabriel Sijé, su cabeza
no cesaba de pensar. Le venía a la mente uno de los poemas que había compuesto
para su primer libro, en que hablaba de manera subrepticia de los canónigos de
la catedral. Poesía que no fue publicada dentro de Perito, quizá por ser un tantico irreverente. Composición que,
aunque brillante y contundente, no había gustado a don Luis. Que no, que no,
que no se pueden hacer gracietas con las cosas de la iglesia. Octava que
comienza diciendo “Vibran las herrerías celestiales”, que deben ser las rejas
admirables de la catedral, la del coro, y los incontables tubos metálicos del
soberbio órgano barroco. Octava que define a los canónigos como polifemos posteriores, por la coronilla, que cantan,
“corales”, mientras “el pueblo duerme”. Vaya si dormía el pueblo.
Ya se asomaba por
la calle Mayor a la Plaza de la Soledad y le vino a la memoria, cuántos
recuerdos, la “Elegía” a su amigo, sobre todo el endecasílabo que hablaba de
aquel lugar, que en el pasado había sido el cementerio adosado al testero de la
Parroquia del Salvador y de Santa María, “Ando sobre rastrojos de difuntos”.
Pues sí, seguía andando sobre rastrojos de difuntos, los del pasado lejano y
los recientes. Y entonces fue su prendimiento definitivo, del que ya no se
libraría.
Trataba de escribir
una carta. A los que se habían quedado allá abajo. Antes de escribir le seguía
dando vueltas y vueltas al asunto. Lo suyo, su subida fue también una asunción,
porque las veces que había subido antes
al Seminario habían sido ascensiones gozosas –motu proprio- para merendar la mona de Pascua florida y admirar la
gloria del paisaje de la Vega Baja y de parte de la Media. Recordaba su subida,
hacía medio mes, su asunción personal, en alma y cuerpo, al Seminario, preso y
escoltado por la pareja, por el Paseo de los Catedráticos. Qué subida tan
distinta esta, tan amarga, a las felices ascensiones al Seminario con que se
deleitaba, Jueves de Carnaval era, pocos años antes, con Carlos Fenoll, el
panadero amigo: “San Miguel. | Fragancia a tomillo. Sol. | Sube la gente en
tropel | la cuesta de caracol.” ¡Qué amarga la fragancia del tomillo, y la de
la retama, en este octubre de 39!
Miguel Ruiz Martínez, Orihuela. Literatura y patrimonio
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