El busto de Miró en su Glorieta de Orihuela
Un artículo de Miguel Ruiz Martínez: "Sandías y dátiles de Miró. Hacia el centenario de las novelas de Oleza", La Verdad, 2016
En 2016-17 se cumple el centenario de la publicación de Figuras de la Pasión del Señor. Y hablando de efemérides mironianas hay que decir que las novelas olecenses pronto serán centenarias también. Nuestro Padre San Daniel en 2021, y el Obispo leproso en 2026.
Cuando el autor redacta
Figuras, al describir los entornos
del paisaje y paisanaje en que vivió Jesucristo, los alrededores de Jerusalén,
de Nazaret, de Belén, parece que tiene en su mente el paisaje y el paisanaje
mediterráneos de la ciudad y la huerta de su madre, Encarnación Ferrer, una
oriolana que le contó, de niño, “muchas
veces la Pasión del Señor”. Paisajes que tanto miró y profundizó durante su estancia
escolar en el Colegio de Santo Domingo regentado por la Societas Iesu.
Gabriel Miró es el
creador de Oleza, una réplica de la Orihuela del Señor de finales del siglo XIX. La Vega Baja del Segral, es decir, del Segura
y su capital, son protagonistas de esas obras extraordinarias que han
inmortalizado nuestros parajes. Todavía quedan en el aire restos de la polsaguera polémica que levantaron las
dos novelas olecenses, en especial El
Obispo leproso. Y permanece en la ciudad el recuerdo del homenaje, 1932,
que se le tributó al escritor tras su muerte vez muerto en la glorieta de
Orihuela que lleva su nombre. Acto en el que participaron, entre otros, Ramón
Sijé y Miguel Hernández, como es sabido. Y aún, sobre un pedestal, está
presente el busto en bronce del autor de Años
y leguas, realizado por el escultor Seiquer Zanón, en que se materializó el
homenaje. Miró sigue contemplando su Oleza desde allí, entre los trinos de los
pájaros de la tarde, en medio de los zureos de las palomas, acompañado por las
voces de los niños que disfrutan del parque infantil, a la sombra confortable y
profunda de los gigantescos ficus, a la vista del escudo almenado de la II
República española que campea, como blanca acrótera, en lo alto de las Escuelas
Graduadas Andrés Manjón.
Para evocar la
extraordinaria aportación literaria de Miró al acervo patrimonial de Orihuela,
como botón de muestra de su pasión por nuestra tierra, van a continuación unas
ligeras digresiones sobre algunos aspectos frutales propios del ambiente
huertano. Valgan un par de citas sacadas de “‘Bethlehem” y de Figuras de la Pasión, y alguna
referencia a la intrahistoria local.
Leamos “Bethlehem”.
En dos páginas describe, a su manera, morosamente, el Belén de Judá. La ciudad
y sus alrededores en la época del nacimiento de Cristo. El relieve, las sendas,
los bancales, los cultivos. La agricultura en suma. Palmeras, viñas, cereales,
olivares. Y entre una larguísima y evocadora enumeración de legumbres y
frutales aparece una frase genial. “Las sandías se revuelcan en suelos
apacibles”. Extraordinaria estampa de un cultivo tradicional. El sistema que
preparaba el huertano para cultivar sandías era la disposición en bancas, para
librar los frutos de la humedad del agua de riego, fajas de suelo de algo más
de un metro de anchas, limitadas por surcos, agrupadas en tablares, cultivo que
fructificaba en verano para ser el postre gustoso, luna de agosto, en la
celebración de la Asunción de la Virgen, fiesta tan señalada en el calendario religioso
de Orihuela y de Elche desde hace siglos. Qué imagen más afortunada. Sandías,
melones de agua, revolcándose de alegría, de placer, como si de una kermesse vegetal y redonda se tratara, sobre
el suelo horizontal y humanizado de antigua llanura palustre, mientras
transforman lo salobre en dulzura a la vista de alguna ermita huertana.
Entremos en la
tercera estampa de Figuras de la Pasión,
“El mancebo que abandona su vestidura”, versión del episodio evangélico en que
Jesús aconseja a un joven que venda todo lo que tiene, lo dé a los pobres y le
siga. Se cuenta que el padre de dicho joven tenía tres casas: dos en Jerusalén,
una de ellas al lado del Jardín de los Rosales y la segunda junto al Monte de
los Olivos; la tercera en Jericó, “rodeada de palmeras que dan los dátiles
alabados por Plinio, dátiles de jugo lechoso que producen la miel y el vino;
dátiles enjutos, arrasgados, pero grandes, tiernos y dulcísimos; dátiles de
corteza sutil que se regañan y cristalizan en azúcar; dátiles largos, leves,
que se curvan graciosamente como dedos de mujer. Y después de las palmeras,
campos paniegos de los que llevan el lino y el mirabolano.”
Quedan gentes, cada
vez menos, de la ciudad y la huerta, que recuerdan haber pasado, allá por los años cincuenta del siglo XX, por
delante de la larguísima fachada del conjunto de iglesia, monasterio,
universidad literaria de Santo Domingo, fachada casi infinita con numerosos
nidos de golondrinas, barro y paja, cobijados en los altos alares del tejado.
Los niños de aquel tiempo tenían, teníamos, a gala pasar caminando, brazos en
cruz, apretando la barriga contra la pared, por encima del toro, poderosa
moldura horizontal de la base del larguísimo paramento, tratando de conservar
el equilibrio. Recuerdan esas gentes el bancal de tierras de labor, sin casas
todavía, que había delante, enfrente del conjunto monumental. Y recuerdan,
algunos, el pregón de los dátiles que vendía un palmerero de aquel entonces, el tío Nene el Padre. “¡Dátiles,
dátiles, dátiles dulces y tiernos! ¡Dátiles, dátiles, dátiles dulces y tiernos!”
Pregón con el que, durante el otoño, noviembre,
diciembre, vendía exquisitos dátiles de Orihuela, a la salida de los
niños del Colegio. Si Gabriel Miró escribía de dátiles “tiernos y dulcísimos”, el
palmerero entonaba, comercialmente, las excelencias de los dátiles “dulces y
tiernos” que acababa de coger de las palmeras.
Sandías
plenilunares de agosto, de piel verde e interior rojo. Dátiles amarillos de
“oriámbar” al decir del perito en lunas. Sandías del verano que alivian los
calores y celebran la Asunción. Dátiles “tiernos y dulcísimos” que pintan de
amarillo las gargantas de las palmeras. Muestras de la literatura mironiana
vinculadas a nuestro entorno. Pronto llegará el centenario de trabajos
emblemáticos de nuestro escritor. Para entender Orihuela, incluso hoy la de
hoy, es necesario leer sus obras. Y, sobre todo, para rendirle el homenaje que
se merece.
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