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UVAS, GRANADAS, DÁTILES

 Uvas, granadas, dátiles. La Huerta y Miguel Hernández


 

Uvas, granadas, dátiles,

doradas, rojas, rojos,

hierbabuena del alma,

azafrán de los poros.

Uvas como tu frente,

uvas como tus ojos.

Granadas con la herida

de tu florido asombro,

dátiles con tu esbelta

ternura sin retorno,

azafrán, hierbabuena

llueves a grandes chorros

sobre la mesa pobre,

gastada, del otoño,

muerto que te derramas,

muerto que yo conozco,

muerto frutal, caído

con octubre en los hombros.

 

El 30 de octubre de este año, en pleno otoño frutal de la Huerta de Orihuela,  se cumple el 111 aniversario del nacimiento de Miguel Hernández. El natalicio tuvo lugar en una casa de la calle de San Juan, en aquellos tiempos muy cerca de la Huerta, junto al antiguo y secreto cauce de la Escorrata o acequia del Escorratel, esa vía de agua dulce que parte presurosa desde los Azudes, enamorada de su boquera de rosca, hacia los bancales halófilos y sedientos que siempre esperan la llegada amorosa del beso húmedo de la vida.  Una casa que se ha restaurado hace varios años, en la que tuve el placer y el honor de leer unos poemas en 2019, dentro del I Encuentro con la poesía en la Casa Natal de Miguel Hernández. Una casa, más bien casita, sita en las inmediaciones de los callejones de Los Reales y de Cantareros, a la vista de las altas tapias del huerto ameno de las monjas, del monasterio y de la Iglesia de San Juan.

Otra fecha otoñal importante en la biografía hernandiana: la de la muerte de su primer hijo, Manuel Ramón, de 10 meses de edad, el 19 de octubre de 1938, en plena Guerra Civil. Otra vez el otoño, con su carga inevitable de melancolía, tan cerca ya de los días de Todos los Santos y de Todos los Muertos. A partir del momento del deceso, el niño fallecido protagonizará un largo episodio elegíaco, ay de la ausencia, en el resto de la obra poética de nuestro poeta. Dentro de este conjunto conmemorativo dedicado al niño ausente, cuyos versos siembran Cancionero y romancero de ausencias, hay un poema en que el escritor transforma a su hijo, lo sublima, lo trasciende en frutas del otoño de la Huerta tan próxima, tan conocida por el poeta en sus años mozos. Es la composición cuyo primer verso reza «Uvas, granadas, dátiles». Versos que en realidad componen una oración fúnebre panteísta dedicada al culto de su hijo fallecido. A lo largo de diez y ocho versos heptasílabos romanceados se derrama el dolor del padre ante el recuerdo del hijo bien amado, y lo asciende, desde el barro de la fosa, hacia lo alto,  hacia el cielo huertano inmediato.

¿De qué conocía el poeta la Huerta de Orihuela? De su trabajo diario de cinco años de cabrero. Por la mañana, desde el corral de la calle de Arriba, con el lucero del alba, hasta la Huerta. Estancia, siesta incluida, en su Arcadia feliz, por el Palmeral y sus alrededores. Al final de la tarde, a la salida del primer lucero, la vuelta, recibido el pastor por el retrato funerario del arzobispo Loazes de la fachada de levante de Santo Domingo. Una Huerta reflexionada al compás de la domesticación del lenguaje poético a través de los primeros versos. En el transcurso de un lustro había conseguido integrar la Huerta dentro de sus primeras composiciones, en su etapa de aprendizaje del oficio de poeta, véase la biografía de Hernández compuesta por Eutimio Martín. Ejemplo de esta asunción del paisaje huertano es la composición primeriza «La tierra recién parida», referida al otoño.

Glosemos el poema “Uvas, granadas, dátiles”. El poeta transforma a su hijo en frutas y aromas que pone sobre la mesa pobre, gastada, del otoño. Uvas doradas, granadas rojas, dátiles rojos. ¿Dátiles rojos? Pues sí, también hay dátiles rojos en el Palmeral de nuestra Huerta, los conocidos como coloraos en el argot huertano, que son el fruto de las palmeras libres, díscolas y revoltosas. De las palmeras rojas. Frutas autóctonas del otoño, ordenadas en el verso por orden de maduración. Primero maduran las uvas de las parras que formaban el sombraje amable de las puertas de las barracas y casas huertanas de aquel tiempo, desde agosto. «Por la Virgen del Carmen pintan las uvas; por la Virgen de Agosto ya están maduras». Pero siguen madurando hasta el mes de octubre, hacia la dulzura, hacia la pasa, a veces entre las avispas, a veces entre la niebla que propiamente los huertanos llaman boria.

Tras las uvas vienen los frutos rotundos y poderosos de los granados plantados en los costones de los escorredores, de las azarbetas, de las regaderas. Granadas del piñón duro, del piñón blando, las agriayerras o bordes, Señor, qué agrias, por octubre. Granadas con los colores de las mejillas de los niños de los cuadros de Rubens. Colores de los rostros de los angelitos barrocos de la bóveda de la iglesia de Santo Domingo. Los cabreros, esquivando las pinchas defensoras, se encargaban de podar ramas y pollizos de los granados a finales de noviembre.

         Y los dátiles, que pasan del amarillo dorado al maduro melado desde el mes de septiembre hasta principios del invierno. Dátiles de las esbeltas palmeras. Dátiles que le recuerdan al padre la esbelta ternura del hijo amado. No hay que olvidar que la palmera es el símbolo del amor, entre otras cosas, para el escritor. Y no sólo llueve el niño uvas, granadas y dátiles sobre la mesa del pobre. También aporta, hojitas aromáticas, florecillas violetas, de la “hierbabuena del alma”. ¿Qué huertana, incluida la “de los tres lunares”, no tenía su mata de hierbabuena en el huerto de delante de su vivienda?

Uvas, granadas, dátiles, hierbabuena. Y también azafrán, “azafrán de los poros”. Pero el azafrán no es de aquí. El azafrán amarillo es de la Mancha manchega. Y se utiliza para aromar y colorear las comidas, llenando de matices la mesa pobre. O puede ser que sea el azafrán con que pintó Rabindranath Tagore los poemas para niños de La Luna Nueva, tan admirado por Juan Ramón Jiménez y leído y traducido por Zenobia Camprubí. Y recordemos, carta al canto, lo venerado que era el autor de Platero y yo por Miguel Hernández.

Llueves, hijo mío, uvas, granadas, dátiles, hierbabuena, azafrán, caído con octubre en los hombros. El otoño es la estación de las lluvias en nuestra tierra. No llueve agua, ni granizo, que llueve frutas de otoño y aromas de hierbabuena y azafrán. El niñito Manuel Ramón es transformado, por obra y gracia del dolor de su padre, en una abundante cornucopia huertana para las mesas pobres.

Hasta aquí el comentario. Volviendo la vista atrás en la obra de Hernández veamos el camino que lleva, en cuanto al panteísmo, en cuanto a la Huerta de Orihuela, hasta aquí: entre sus poemas de adolescencia hay uno, titulado «Imposible», en que el poeta en ciernes quiere morir viviendo, quiere que lo entierren fuera del cementerio, en un surco, junto a un camino, junto a un riachuelo, en una selva, que nazcan espigas de su pecho, que broten flores de su polvo. En la misma línea está el poema que comienza con la declaración «Me llamo barro aunque Miguel me llame»: el poeta es barro, un barro huertano, un barro de riada, un barro bíblico, un barro apasionado que trata de ascender por entre las piernas de la amada, hasta el centro de Maruja Mallo o vaya usted a saber. Y dentro también de El rayo que no cesa, qué hermoso es el soneto que comienza «Por una senda van los hortelanos», desde el que se puede vislumbrar, allá a lo lejos el Palmeral, o el que dice «Me tomaré un descanso por la grama/ después de haber cavado este barbecho», que dicen compuso el poeta bajo las sombras de las estrellas de las palmeras. Y por concluir, en la misma dirección, está la «Elegía» a Ramón Sijé. Rastrojos de difuntos, regreso a su huerto y a su higuera, y ascensión de la savia de la amistad a las rojas amapolas y a los delicados pétalos de las rosas del almendro.

Aniversarios. Octubre. Otoño. Nacimiento. Muerte. Uvas. Granadas. Dátiles. La Huerta. Miguel Hernández.

             Miguel Ruiz Martínez, Orihuela, Literatura y patrimonio, Aguaclara, Alicante, 2017.

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