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MIGUEL HERNÁNDEZ Y ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRY II

 EL POETA Y LA AUSENCIA





Ensayo 29 El poeta y la ausencia

La más grande y tremenda de las ausencias es la que provoca la muerte. Tema frecuente de los poemas de Cancionero y romancero de ausencias. Canciones y romances. Al tema de la ausencia dedica Miguel Hernández los esfuerzos más generosos y sentidos de su última etapa. A la ausencia de los vivos y la de los muertos. Sobre todo, se palpa en la mayoría de los poemas la ausencia del hijo muerto:

 Ropas con su olor,

paños con su aroma.

Se alejó en su cuerpo,

me dejó en sus ropas.

Lecho sin calor,

sábana de sombra.

Se ausentó en su cuerpo.

Se quedó en sus ropas.

En el dolor de la pérdida quizá dudara el padre poeta entre el “No quiso” y el “No pudo”. Y se decantó por la primera expresión:

 No quiso ser:

 No conoció el encuentro

del hombre y la mujer.

 El amoroso vello

no pudo florecer.

 Detuvo sus sentidos

negándose a saber

y descendieron diáfanos

ante el amanecer.

Vio turbio su mañana

y se quedó en su ayer.

 No quiso ser. 

Quiere escribir. Sobre endebles, humildes, deleznables papeles. Y estos días tristes siempre le sale el recuerdo. Embarcarse en él. Cómo apuntalar el recuerdo. Los dedos zompos, ateridos, húmedos de tristeza y de frío, mueven el lápiz abriendo, como un arado, la superficie del bancal rústico del papel:

 Cuerpo del amanecer:

flor de la carne florida.

Siento que no quiso ser

más allá de flor tu vida.

 Corazón que en el tamaño

de un día se abre y se cierra.

La flor nunca cumple un año,

y lo cumple bajo tierra.

         Queda una fotografía del Homenaje que le tributó a Miguel Hernández el Instituto de Bachillerato La Asunción de Elche, curso 1991-1992, treinta y un años se cumplen ahora, en que una alumna de ojos claros, cómo se llamaba, quién era, en la esquina NE. del Aula Magna Sixto Marco, leyó expresivamente, sobre una tarima, respaldada por un gran armario, envuelto en papel de embalar, que simulaba, atado con lazos, un gran regalo de los alumnos al poeta de Orihuela, leyó un poema sobre la ausencia:

 Una fotografía.

Un cartón expresivo,

envuelto por los meses

en los rincones íntimos.

 Un agua de distancia

quiero beber: gozar

un fondo de fantasma.

         Hay que decir que dicho poema estuvo una semana expuesto, pocas fechas antes del treinta aniversario de la muerte de Miguel Hernández, en el hall del Instituto, en el que ahora vuelan cuatro ángeles, hermosas litografías de Sixto Marco, pintor de Elche. Sobre una cartulina DINA3, en grandes versos manuscritos, sobre un caballete de pintura del seminario de Dibujo, que se sacó del anfiteatro del Salón de Actos,

        Otro poema, en presente de indicativo, que también se expuso cerca de la puerta de la sala de profesores, para evocar la ausencia –en realidad, su presencia- del poeta Hernández:

 Ausencia en todo veo:

tus ojos la reflejan.

Ausencia en todo escucho:

tu voz a tiempo suena.

Ausencia en todo aspiro:

tu aliento huele a hierba.

Ausencia en todo toco:

tu cuerpo se despuebla.

Ausencia en todo pruebo:

tu boca me destierra.

Ausencia en todo siento:

ausencia, ausencia, ausencia.

El poema “Uvas, granadas, dátiles”, citado anteriormente, exponente del panteísmo de Hernández, podría enlazar con el panteísmo de Umbral que asoma en unos renglones sublimados y sublimes de su diario Mortal y rosa:

Rebanada intensa, tu cuerpo, loca pecosidad, zarza de pecas, fiesta dorada, blanca y roja, que ahora recuerdo, tan lejana, tan cercana, como abrevadero loco de mi vida. Haber mordido, al fin, el grito roto de tu vida, el hilo dulce de tu alma, en una devoración larga y profunda que te deshace en nombres, ayes, besos. Era un verdor de días, una boca de luz, una manzana. Y la pesada gloria de tu cuerpo, una tierra caliente y trabajada de la que vuelan pájaros de voz.

        El recuerdo del muerto para el poeta, desde la cárcel, húmeda y fría, hace «caliente el frío» de la tierra que lo cubre, como si de una manta se tratara:

 Muerto mío, muerto mío.

Nadie nos siente en la tierra

donde haces caliente el frío.

         Y alrededor de la tumba piensa:

 [Las gramas, las ortigas

en el otoño avanzan

con una suavidad

y una ternura largas.

El otoño, un sabor

que separa las cosas,

las aleja y arrastra.

Llueve sobre el tejado

como sobre una caja

mientras la hierba crece

como una joven ala.

Las gramas, las ortigas

nutre una misma savia.]

Y sigue las canciones tristes insistiendo en la presencia de la ausencia del hijo muerto: “Fue una alegría de una sola vez”, “Vida solar”, y más adelante:

 Llueve. Los ojos se ahondan

buscando tus ojos: esos

dos ojos se alejaron

a la sombra cuenca adentro.

En “A mi hijo”, le dice:

Te has negado a cerrar los ojos, muerto mío,

abiertos antes al cielo, como dos golondrinas:

su color coronado de junios, ya es rocío

alejándose a ciertas regiones matutinas.

        Y sigue, ya en la comarca de otro poema, dale que dale, dale que dale al pandero:

Todo está lleno de ti,

todo está de mí lleno.

        El azahar de Murcia y la palmera de Elche, elementos concretos y muy conocidos por el poeta, le sirven para dar fondo y enmarcar la vida, la muerte de su hijo. En el leve y profundo poema vemos ascensiones y descensiones como si de la representación de un Misteri de Elche se tratara:

 El azahar de Murcia

y la palmera de Elche

para exaltar la vida

sobre tu vida ascienden.

 El azahar de Murcia

y la palmera de Elche

para seguir la vida

bajan sobre tu muerte.

        Vicente Verdú (1942-2018), en La ausencia. El sentir melancólico en un mundo de pérdidas, 2011, refiriéndose al tema de la ausencia en estos comienzos del siglo XXI, enlaza con la ausencia que rezuma Cancionero… El ilicitano, en la página 107, al comienzo del capítulo X, “El mar de la melancolía”, tras una afortunada cita de Yukio Mishima, dice: 

Los mejores poemas de amor son los que cantan la ausencia y las más cautivadoras canciones románticas son aquellas que inspiraron o procedieron de alguna pérdida. El vacío es el principal lujo del arte. De la música, la arquitectura, la pintura o los versos.

      Francisco Umbral, en Mortal y rosa, incluye dos poemas en su largo soliloquio con su hijo ausente, que ejemplifican el aserto de Verdú. El primero de los trabajos reza de la siguiente manera, quizá aromado con lecturas y sazones hernandianas:

 Tu cuerpo es un hermoso fragmento

de no sé qué grandeza rota.

El cesto de frutas de tu vida

se renueva por sí solo todos los días.

En tu boca destrozada habla la tristeza del martes

y en tus dedos minuciosos arden páginas de luz.

Le abultas al mundo como una planta excesiva

y dejas magnitudes de olor por donde nadie pasa.

Has oxidado el aire con tu cansancio,

has enterrado todos los clarinetes,

tienes senos destruidos como la antigüedad

y muslos de cosecha que le pesan al día.

Busco en tu alma un tabaco de infancia,

busco en tu sexo un mar desalentado,

y comprendo que los muertos, realquilando tu casa, hacen un poco más alegre

el destrozo del amor y el abandono azul de la cocina.

El segundo poema es un regreso del escritor a su propia infancia. Juega –que en su momento niño no jugó mucho, más bien poco, que era un chaval un poco raro como él mismo confiesa por algún renglón de alguno de sus trabajos- como jugaban los niños de la década de los años treinta del siglo XX en que la primavera, coronada de rosas, guiando al pueblo, trajo la Segunda República, los pechos desnudos, un día del corazón de abril, el de las aguas mil, un poco antes de que naciera Umbral.

 Hijo, salto que da el día

hacia otro día.

Pimpirincoja,

zapateta,

pingaleta en el aire

hacia otro aire.

Por ti van las semanas

a patacoja,

sin pisar raya.

El que pisa raya pisa medalla.

Cuando no sabe el mundo

qué paso dar,

y todo está en suspenso,

como trabado,

saltas tú a pies juntillas,

salvas la zanja,

y vuelve el día a correr,

claro en tu agua.

         Cómo jugar con el hijo ausente a «Pimpiricoja, / zapateta / pingaleta, […] / a pata coja, / sin pisar raya».














































































































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