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Miguel Hernández. La palmera y la torre

Miguel Hernández. La palmera y la torre



28 de Marzo. / Recuerdo. / Se quebró una palmera. / Se quebró un esfuerzo / de verticalidad.

Estos versos publicaba yo hace 47 años, marzo de 1971, en el Boletín Tháder Extraordinario Orihuela Homenaje a Miguel Hernández. 

Para conmemorar el 76 aniversario de la muerte de Miguel Hernández, para recordar su vida y su obra, viene a continuación un artículo que figura en el libro Orihuela. Literatura y patrimonio.

25    Una mirada de Miguel Hernández. La palmera y la torre de Santo Domingo


Entro por las Puertas de Orihuela, bajo el patrocinio del Ángel Custodio y los orioles sostenidos por ángeles. Paso por delante del impresionante monumento de la Orden de Predicadores, a lo largo de su extraordinaria fachada sur, jalonada por tres ricas portadas. Doblo la esquina de la torre rematada por el campanario decorado tan a lo barroco, y miro a la derecha, a través del aire que me lleva hasta la casa del poeta, salvando un rodal escaso de palmeras de verdad plantadas hace poco. Y tras la casa,  detrás las tapias del corral y del huerto, ascendiendo hacia la sierra, Miguel, mirada eléctrica, desde un mural prismático, me mira.

Los escritores, los poetas, miran a su interior, observan a su alrededor, siempre con la sorpresa en los ojos, e intentan eternizar a través de la escritura lo que ven. Miguel Hernández mira con frecuencia dos monumentos que apuntan al cielo. El campanario de la iglesia de Santo Domingo y una esbelta palmera que, como un cohete vegetal, asciende hacia su cénit. Dos beldades. Dos elementos del paisaje cotidiano. Llega un momento, un día, una tarde, en que se decide a fijar por escrito la visión paralela. Era por el año mil novecientos treinta y dos. O treinta y tres. Una torre campanario, una palmera. Y el sol, la luz de la tarde. Después pasan muchos años, hasta hoy. Más de ochenta. Y la misma torre campanario, quizá la misma palmera, el mismo sol, la misma la luz de la tarde, “todo pasa y todo queda” que dijo Machado, vuelven al mismo punto en que los describiera nuestro escritor. Veamos cómo emergen de su prosa ‘TORRE-mejor’. 

Son las cinco y media de la tarde. A Miguel le coge esa hora escribiendo. Bajo la morera. Cabe la higuera. En su huerto. Hace calor. Se acerca a la tapia y mira la torre cercana de la iglesia de Santo Domingo. Es un “instante único” para contemplarla, pues por la mañana “la luz que todo lo riega, le desparrama el encanto de su soledad iluminada”. A esta hora de la tarde, “postrer remanso solar, adquiere categoría […] de isla alumbrante sobre aguas anochecidas; de falla giganta en piedra”, de “ascua agitanada de campanones. Su sol, […] robustecida su luminosidad por la sombra de mis enredaderas, que la enmarcan […], blande ante mis ojos su beldad de lumbrarada. La palmera que está saltando, ¡tanto tiempo!, en el patio inmediato, quiere expresar el gesto de ella y el color; y en su intención hace aquél delgado y el otro lo arracima deliciosamente mucho.”

Se encuentra absorto, lleno de sentimiento ante la belleza, ante el espectáculo de la luz poniente que ilumina la  torre y la palmera. “Rápidamente, para que jamás llegue al hartazgo de la contemplación cotidiana de mi vida, una inundación de sombra serrana bate su tronco,  ahoga toda la pompa de su arquitectura invadiendo su luz, que se deja caer de  un golpe brillante…” La torre, ya sin el sol, queda “casi invisible al lado de la palmera empedrada de pencas: más bella que ella ya, con la beldad del viento aún luciente, dispuesta contra la suya.”

Y es que el cabrero no quería ser cabrero, que quería ser escritor. Eran los días en que en otra prosa titulada ‘MIGUEL-y mártir’ decía que todos días trataba de elevar hasta su “dignidad las boñigas de las cuadras del ganado”, a las que pasaba “la brocha de palma y caña de la limpieza.” Y que se elevaban hasta su dignidad “las ubres” a las que bajaba “para producir espumas”. Y ascendía el muchacho, cabrero forzado, como una palmera veloz, sobre el estiércol del aprisco, feo, maloliente y malponiente, mirando hacia arriba, por encima de la valla de piedra, y superándose a diario con la contemplación de la luz al derramarse sobre la datilera que crecía en paralelo a la torre del templo.

Hoy, marzo de dos mil dieciséis, la torre de la iglesia sigue estando en el mismo sitio. Los hombrecitos de falla, que tienen mucho del cartón piedra barroco de los gigantes y cabezudos de estas tierras, que vieron también allá en lo alto Gabriel Miró, Antonio Gracia y tantos más, han sido remozados, restaurados, repintados, colores azules y rojos. Y la palmera que emergía de un patio, libre ya de las ataduras de las tapias, sigue allí, con su curva deliciosa, con las raíces atormentadas al aire, mostrando su titánica lucha por vivir, asombrando a los que pasan hacia la casa del poeta, con la copa cada día más cercana a las campanas. 

Unos cuatro años antes de escribir estas prosas, todavía luchaba denodadamente con la redacción y la métrica, Hernández había escrito un poema primerizo, ‘Insomnio’, dedicado a Ramón Sijé, por ser “levantino y soñador”. El muchacho se desvela una noche de otoño, ante la llamada de la poesía, y describe el paso de las horas, asomado a la noche, contemplando el paisaje nocturno. La una, llena la luna, las hojas vuelan por los tejados, exclamaciones, suspiros, la brisa, el ruido de viento al besar las copas de las palmeras, suena una guitarra, la huerta. La noche de otoño amera de poesía el corazón del adolescente, bala un chotillo que busca las ubres llenas de su madre; se arrullan, zurean las palomas; canta un gallo de la Calle de Arriba. Amanece. Se unge el zagal del perfume de las alábegas. Y se yergue ante el nuevo día. Al salir con el ganado hacia la huerta le saludan las figuras del campanario y el cogollo de la palmera.


Palmera singular la que describe el oriolano. Una realidad que pugna desde hace más de un siglo, lo proclama el gran caudal de la base de sus tocones, por elevarse cada vez más. Una torre singular la dibujada por el escritor. Una realidad con varios siglos en los costados. Ambas, ayudadas por unos renglones escritos a la sombra de una morera, tratan de ascender tan alto como los ángeles de la capilla del Rosario, cuyo testero está tan cercano, por contactar, entre nubes de algodón, con más ángeles jóvenes y niños, tan rosados, que pueblan los tramos celestes de la bóveda de la iglesia de Santo Domingo.

 




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