ALREDEDORES DE SANTO DOMINGO
13 Alrededores de Santo Domingo
El
pastor escritor vuelve de Madrid. De qué manera vuelve, Señor. Como Don Quijote
al pueblo tras su primera salida. Además, discurriendo en el tren por las
llanuras de La Mancha, por mayo, «que por mayo era, por mayo», le ocurre aquel
episodio desgraciado, por si el retorno al pueblo era poco. Un mayo cabreado.
En una estación de La Mancha, de cuyo nombre sí nos acordamos, en Alcázar de
San Juan, el revisor ha comprobado que el billete de Miguel, un pase, no era de
Miguel, y que el documento de identidad que portaba, no le correspondía. Lo han
hecho bajar del tren, custodiado, hacia un calabozo, la madre que los parió. Y
pasa una noche y un día retenido en una ciudad manchega en una celda en cuyo
camastro había muerto el anterior inquilino.
Desde
La Alegría, Café-Bar para Viajeros, Ambrosio García Sierra, Paseo de la
Estación, 25, un lugar hernandiano de La Mancha, en una servilleta de papel de
la fonda, escribe a Pepito Marín, como tantas veces, contándole cómo ha sido la
cosa. Y pidiéndole recursos dinerarios, setenta y cinco pesetas, cantidad que a
través de telegrama le había solicitado pocos días antes. Que le pida al
alcalde si hace falta.
Vuelve
de Madrid más libre, más sabio, pero muy frustrado. No ha sido capaz de
conquistar la capital de la España republicana. Ha leído, ha escrito, ha
vivido. Ha sufrido mucho. No se han reconocido sus méritos. Las recomendaciones
que llevaba de los caciques del terruño han tenido poco efecto. Ha tenido que
volver. Está cabreado con el mundo y consigo mismo. Está hasta la coronilla,
hasta el gollete del fracaso. ¿Qué hacer?
La capital lo ha devuelto a través
del tren que lo había llevado camino de los sueños. Del tren cuyas vías había
trazado el padre de Gabriel Miró. Y ha vuelto, casi a rastras, por donde se
fue. Con «las orejas gachas» dice Eutimio Martín en su libro El oficio de
pastor. Miguel Hernández. En la capital, la libertad. Había llevado sus
poemas pasados a limpio, algún dinero, incluso se acompañaba de un gabán,
prenda a la que no estaba acostumbrado. Irse para regresar antes de cumplirse
el medio año.
Ha vuelto a la calle de Arriba. Con
sus padres, con sus hermanos, a la vera de la mole de la media luna de la
sierra, junto al impresionante monumento de Santo Domingo. En Madrid ha
empezado pensar una novela, a escribir algunos de sus párrafos. Una novela
picaresca, erótica, descarnada, en que retrata el entorno del arrabal de San
Ginés que describiera Gabriel Miró, escritor paisano tan alabado por el amigo
Ramón Sijé. Lo que tiene que hacer un escritor es escribir. Escribir y
publicar. La prosa, dominar la prosa, una novela. Dar la campanada. Está
empezando a dejar de creer lo que predican los curas. Una novela atrevida,
libre, a través de la cual dará a conocer la miseria de su ciudad. Alrededor de
Santo Domingo, el referente religioso, cultural, arquitectónico, artístico
dentro de una ciudad tan anclada en las novelas de Oleza, la ciudad de las
lunas, las estrellas, los lazos de Loazes.
Aunque Santo Domingo es
también alguna fotografía, un retrato de colegas escolares, una imagen de su
interrumpido ascenso social y cultural. Pero Santo Domingo pesa mucho. No sólo
por la piedra con que está construido, sino por la monu-mentalidad. Tras su
regreso visita el conjunto. Ya no se ven las sotanas ceñidas de los jesuitas.
La República, Azaña, que estuvo encerrado, durante su adolescencia en el
internado de los agustinos de El Escorial, El jardín de los frailes, los
echó del Colegio. Ahora la institución educativa que dio fama a Orihuela a
finales del siglo pasado y primeras décadas del presente ha pasado a manos
seculares, en sus aulas alumnos que no están bajo la férula de religión
católica. Aunque él sigue con sus dudas y sus conveniencias respecto a la
religión.
La novelita, que quedará en
boceto, erótica, descarnada, quiere exponer la miseria de las gentes del anillo
de pobreza que aureola la sierra del Castillo. Quiere escandalizar. Redacta
esbozos, perfecciona frases, mejora párrafos. Trata de penetrar en el arrabal
de San Ginés que describiera Miró. La tragedia de Calisto parece
responder, de alguna manera, a la novela Los caballeros de Loyola, 1929, de
Rafael Pérez y Pérez, el maestro de Redován, en que exalta la labor de la
Compañía en el Colegio de Santo Domingo. Pérez y Pérez, que será un prolífico y
exitoso autor de novelas rosa, era un allegado de Luis Almarcha. Con Los
caballeros… subrayaba la respuesta del pensamiento conservador a la
publicación de Nuestro Padre San Daniel y El obispo leproso.
Cuánta
necesidad cercana a la calle de Arriba, no lejos de Santo Domingo. Cuántos pobres. Cuánta
miseria. Qué bien contada por el autor de Años y leguas. Él, el poeta, mirando
a Miró en parte, criticará la situación social de esa Oleza de la ladera que
retrata Sigüenza cuando describe San Ginés. Una pobreza de la que llegaban
rodando torrencialmente claros efluvios, por los empinados callejones que
bajaban violentamente por los barrancos que arrancaban del Seminario del
Glorioso Arcángel San Miguel y la Inmaculada Concepción, de la sierra del
Castillo de los Moros.
Ha
vuelto de Madrid. Herido. Su padre le recuerda, de manera insistente, la condición
de señorito a la que aspira su hijo. Escribe. Prosas. Piensa en su novela. La
tragedia de Calisto. ¿Cuál fue la tragedia de Calisto? ¿Es posible que Miguel
descubriera a Arthur Rimbaud, en Madrid, en la Biblioteca Nacional? Uno que
quiere ser poeta debe leer a Rimbaud. Un poeta que en su adolescencia iba
pintando por las paredes de las iglesias aquello de «Muera Dios». Y por sus
ojos pasan, lector ansioso y compulsivo, las Primeras prosas, desde la
intimidad de ”Un corazón bajo una
sotana”, las invocaciones de un joven seminarista desde que deja el mundo
camino del seminario, un día primero de mayo, hasta agosto del año siguiente,
en que es recibido de sacerdote.
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