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La riada en Orihuela. Viaje al barro y a la literatura de la Huerta

Un viaje colectivo al barro

El artículo que sigue forma parte del libro de Miguel Ruiz Martínez Miguel Hernández y el paisaje de Orihuela, Orihuela, Fundación Cultural Miguel Hernández, 2018. Una visión, desde la literatura, del problema tremendo, más milenario que secular, de las riadas de la fachada mediterránea, concretada en la comarca de la Vega Baja del Segura. Un tremendo problema estructural de nuestra patria chica. Espero que su lectura contribuya a paliar, siquiera sea mínimamente, el terrible impacto de la actual riada sobre el espíritu de las personas afectadas.


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Viaje al barro y a la literatura de la Huerta de Orihuela


Lees y relees El rayo que no cesa. Y te detienes en su poema central, “Me llamo barro aunque Miguel me llame”. Quieres penetrar en su íntima esencia, que es la del barro. Te parece que caminas por alguno de los renglones del Génesis, cuando el hombre fue poniendo nombre a los animales de pelo y de pluma. Y se supone que también a las cosas. Y te imagino a Adán nombrando al barro en general, también en el sexto día de la creación. Y es que el nombre importa, no solamente el verbo. Divagas por los andadores de los versos. Entras en el corazón del barro amasado por el amor impetuoso y el desamor que genera la frustración de no ser correspondido. Y es que el barro, una vez que se desencadena a sí mismo con su enorme lengua, quiere asumir toda la creación. No es el amor del barro un amor sereno, reposado, racional, tranquilo, pacífico. No. El barro, agua y tierra, a veces el polvo de los siglos, mezcla de lluvia y de sequía, ama apasionada, furiosa, terriblemente, queriendo convertirlo todo en sí mismo.
Levantas la vista de los versos de Miguel y miras tu Vega desde lejos, en la distancia, y brujuleas por los tiempos pasados en busca del barro que los escritores han organizado a través de las imágenes de las pulsiones apocalípticas de las avenidas violentas y de las llegadas pacíficas del agua de las acequias cuando la tanda. Miras el paisaje general en la convicción de que así será más fácil entrar en los contenidos de los versos de Hernández, tan próximos al suelo, tan horizontales.
Miras desde lejos el paisaje la Vega Baja, desde el plano de la ermita del Calvario de Santa Pola. Contemplas una visión lejana, qué maravilla, es un día claro, once de la mañana, desde el piedemonte que sube suavemente hacia del domo horizontal de la sierra, por encima de los tejados de la villa marinera, por encima de la bahía del seno ilicitano, por encima de las salinas que acumulan sal en montañas blancas y geométricas, por encima de los dilatados y geométricos bancales de agua amarga y rosa, por encima del Hondo, solaje de agua que se agrupa en el último cuenco geológico de la vega; es decir, miro por encima de la “llanura fantástica” que describe Luis T. Bonmatí en sus ‘Cuentos’, que no es otra que la “inmensa palus” que señalaba Avieno, hace mil seiscientos años, sobre un mapa, a su discípulo Probo durante una clase cotidiana de geografía imperial romana. Por encima de todo, antes de llegar la vista al cielo, veo la mole de la Sierra de Callosa, una esfinge a manera de isla-faro que los marineros tomaban como referencia, para volver al puerto materno, cuando volvían a puerto cansados y mojados tras su pesquera.
Pues bien, tras esa quimera serrana concreta, una montaña despendolada de la Penibética que viene desde la Andalucía, asoma la cabeza de otra esfinge, la genuina, la de la Muela, tan mirada y remirada por Miguel Hernández, que en uno de sus poemas más tempranos, ripiosos y desmesurados, la llamó Faraón, así con mayúsculas. Ves, a lo lejos, desde la terraza de la casa donde habitas, a ese animal fantástico jugar con el Oriolet, su hijo, muy desmochado por la mano humana, y con el monte mondo y redondo del Castillo, media luna creciente emergente de entre los barros y los lodos milenarios, peñón que controla las sangrías que los hombres hicieron en el río, enorme roca de tonalidades grises y azulencas, que contrastan con el marrón de sangre reseca difuminado de las otras sierras. Paisaje todo él que es como el contenedor del enorme fangal, del tremendo barrizal que era y todavía es, a veces, la Vega Baja.
Y te acuerdas de Manuel Molina y de su poesía. Por entre la postal anterior, casi siempre neblinosa, leves vapores que emergen del fondo plano, cocción lenta al baño María, se asoma Orihuela, más intuida que vista, la “matria” difuminada y polvorienta del poeta que emigró a Alicante, por entre los renglones de un soneto, el penúltimo de su Coral de pueblo. Tal vez Molina miró también desde la de la sierra santapolera para escribir.

De cabo a cabo el mar abre su brazo,
brazo del mar dormido en la bahía.
La Huerta y Santa Pola en la porfía
de fundirse a tu ser en un abrazo.

Un brazo de mar entre cabo y cabo. El cabo de más al norte, el del Aljup. El de más al sur, el de Cervera. Los cabos del Sinus Ilicitanus. La Huerta y Santa Pola tratando de fundirse con el ser de Molina en un abrazo. O, a lo mejor el abrazo es para ti, para el lector. Pues bien, intuyendo esto último, y lleno de nostalgia te voy, a tratar de constatarlo, como tantas veces, hacia Orihuela que te espera siempre, como la tierra del último hoyo, hacia la huerta en que naciste, hacia una esquina del Palmeral, es decir, hacia el barro pleno del que fuiste formado. Y de Santa Pola a Orihuela vas pasando por lo plano de la vega, por lo más hondo de su Hondo. Y pasas sobre una construcción, tongadas y togadas de barro gravemente ordenadas, a medio camino entre la naturaleza y el esfuerzo humano, qué de riadas terribles, qué de sudores salobres, que venía a decir en algún escrito doña Trinidad León Closa, tu querida profesora de Geografía e Historia del Instituto Laboral.
Pasas por la carretera que atraviesa las Salinas, deslizándote sobre ellas, por entre sus bancales salobres, por entre bandadas de flamencos ensimismados en sus tareas cotidianas, anclados a la gran charca, a la vista de los montañas de la sal, a un paso del lugar del hallazgo del arca de la alianza de los ilicitanos, un Misteri que estaba varado entre los carrizales de los médanos, vigilado por la torre del Tamarit, marchas hacia el sur luminoso, vas acercándote a la isla, leve perfil perfecto la sierra del Molar, de la Marina, lugar apropiado para contemplar las visiones apocalípticas de las grandes riadas que retrotraen a la génesis embarrada de la comarca, por donde anduvo excavando, hace un siglo, Adolf Schulten en busca de su querido Tartessos.
Y circunvalando la isla baja de nuevo a la gran charca, caminando por entre colonizaciones, entre largos bancales emergidos del reino de los carrizos, por entre plantaciones modernas de granados mollares. Y una carretera surgida de la idea de una larga acequia te guía hacia el Hondo, últimas selvas de carrizos, sendas, aguas terminales, alegría de colores rojizos que fabrican diligentemente las plantas halófilas todos los días, con un fondo lejano de sierras secas en la distancia.
Pasas rozando el Hondo que es lo más hondo que queda de lo más hondo de una vega tan baja como dice Luis Bonmatí en sus escritos. Vas dando la vuelta a la loma suave de la isla. Y, tras el puente que pasa sobre otra acequia, otro camino de las aguas vivas entre Catral, a la derecha, y Dolores, a la izquierda. Allá lejos, por encima de los restos de los pantanos acorralados por el hombre, por encima de formaciones prietas de Phragmites australis, las máximas eminencias de la llanura: las sierras de Crevillente y de Abanilla, la mole poderosa de la sierra de Callosa, su hermana la de Orihuela, y las modestas lomas de la margen derecha que encajonan el río por el Sur, festón del antigua secano que conduce el Segura embarrado hasta el mar.
Se trata de mirar el paisaje actual de la Huerta de Orihuela, o si se quiere de la Vega Baja del Segura, o del Bajo Segura, a la luz de la realidad actual, y también de la literatura, que ambas cosas van de la mano. Y sigues hacia el suroeste, rozando las cabezas de los larguísimos bancales de las Pías Fundaciones con sus veredas de servidumbre.
         Por fin dobla a la derecha, subes a la carretera, que está en alto, un largo viaducto sobre la humedad, a tu espalda queda Dolores, gran cúpula azul sobre esa advocación dolorosa y alto campanario, como emergiendo de entre el barro;  allá enfrente, Catral, la parroquia de los Santos Juanes de la que fue rector Mosén Bellot. Pasas Catral,  recuerdos a Santa Águeda emergiendo en la ribera de una acequia. Y vas divagando por una carretera siempre flanqueada por tierras de labor arrancadas al barro llano, festoneadas por carrizos milenarios que pacientemente aguardan desde hace más de mil años su oportunidad para revivir luciendo sus orgullosos penachos de hisopos vistosos y humildes.
Camino de Callosa, el lugar del contacto del barro con la piedra, de la línea horizontal del légamo con la vertical de los paroxismos penibéticos al abrigo de los peligros por las intervenciones protectoras de San Martín y de San Roque. A tus espaldas, a lo lejos, el castillo de Cox, guardando el Portichuelo. Paso por Callosa, rodeando el núcleo urbano, rozando el exiguo y viejo palmeral, salvo a ras de suelo el puente del AVE que penetra inmisericorde el túnel de la sierra, y vas llegando a los cortados impresionantes de la Cueva Ahumada, a continuación pasas por los pequeños raigueros del Rincón de Redován y de las Marías, que miran a levante, lugares de refugio de los naturales cuando la vega amenazaba en convertirse en una única lengua de agua y barro. Y de pronto, Redován, que duda, todavía, entre mantenerse en la ladera solana de la sierra o bajar decididamente hacia el solar de las riadas de blancas bardomeras. Miguel Ruiz Martínez, el de Redován, poeta recientemente fallecido, vio, a lo largo de su vida pasar y pasar riadas y riada, cultivando la tierra y la poesía, a su manera, no exenta de dificultad y oscuridad, de la mano de Miguel Hernández y de Antonio Gracia. Ruiz, un poeta del agua, de la tierra, de la luna, del fenás, del barro en suma, un cultivador del existencialismo agónico que se difundió por la Vega Baja al compás de Camus y su Mito de Sísifo. Tú quieres recordarlo aquí, por estos renglones de tierra a veces seca, a veces húmeda, mirando desde la ladera de la sierra de Callosa, también llamada de Redován, por cerca del cementerio de vuestros antepasados, escribiendo unos versos que han quedado impresos para siempre en Llora el velo mortal, en un poema, “Ojos”, dedicado a su querida “mila lavale berenguer”: “entre orihuela y redován / blancos ríos de cieno”. Y es que así eran las riadas seculares y dilatadas de la rambla de Abanilla que siempre hermanaron los territorios de lo que serían  las provincias de Murcia y Alicante.
Y de Redován, al Escorratel, que corta, a lo azud dilatado de las avenidas blancas y turbias del río Chícamo que vienen desde más arriba de Pinoso. Escorratel, sitio por donde escurren las aguas de las riadas, por distintos ramblizos, hoy enterrados –muchos- hacia el río padre del Segura. “Escorratel, no pases por él”, lugar con el nombre asociado a una acequia mayor y a dos arrobas hijas. Rebasas el cauce principal de la rambla del Abanilla, por encima del puente Alto, hoy tan bajo, por la tremenda colmatación que han producido las inundaciones albarias. Y de este cauce, un arquetipo de río de barro, al río de las Fuentes, que los árabes nombraron azarbe, un riachuelo de veneros termales y fango de charca, alrededor del cual, por encima del barro, surgiendo de él, el Palmeral de Orihuela. Y de nuevo te encuentras con “Me llamo barro aunque Miguel me llame”. Y es que en la Biblia fuisteis, por donde el Edén, creados del barro. Y en la Vega Baja también. Y es que “Me llamo barro” no solo es un poema del amor humano y las intensas penas que produce. También se le puede considerar como una especie de epopeya del barro de la Vega Baja. ¿Qué sino puede ser un poema del barro sobre el barro que empieza a lo lengua de barro camino del centro de la amada y termina con una maldición de sequía una vez que el barro ha conseguido su fin último? Tratarás de poner esta última aseveración:

Me llamo barro aunque Miguel me llame.
Barro es mi profesión y mi destino
que mancha con su lengua cuanto lame.
Soy un triste instrumento del camino.
Soy una lengua dulcemente infame
A los pies que idolatro desplegada.

Seis versos que definen a un amante, Miguel, que busca llegar al centro de la la amada que no le hace caso o no se pliega a sus deseos. Al amante apenado lo conocemos, a la amada después se verá. El nombre en primer lugar, barro; la profesión y el destino, barro; el ser, de barro: lengua y camino para tratar de llegar a la amada. Lengua de barro, sí, pero también enorme lengua del buey que se nombrará versos abajo.  De las embestidas amorosas de la riada y la tormenta no parece que el que escritor consiga los favores pretendidos. Júzguese cómo termina la cosa través de los ocho versos finales del poema: el poeta rechazado, dolido, despreciado, amenaza, eso es, amenaza, con poseer a la amada a la fuerza, con cubrirla de sí mismo, de una riada de agua y barro que crece y crece, producto de un diluvio, hacia lo alto:

Teme que se levante huracanado
del blando territorio del invierno
y estalle y truene y caiga diluviado
sobre tu sangre duramente tierno.

Teme un asalto de ofendida espuma
y teme un amoroso cataclismo.

Antes que la sequía lo consuma
el barro ha de volverte de lo mismo.

Véase el curso discurso entre en comienzo y el final del poema central de El rayo que no cesa, poema dedicado al barro, que como se sabe es agua y tierra seca, por otro nombre gleba seca, en último término polvo, al que el agua fecunda amorosamente. Versos intermedios entre el principio y el fin, iluminados por la pasión amorosa del poeta que ve a la mujer –vertical- por encima de él –horizontal-, que no la ve pareja dependiendo del parejo, que la ve independiente y eso no parece gustarle. Versos iluminados –a lo que parece, según una parte importante de los historiadores de Miguel Hernández - por la imagen de Maruja Mallo, de la escuela de Vallecas, y por la inspiración que aporta Miguel de su conocimiento de la génesis del barro de la Huerta desde los principios de sus poemas juveniles. Variada inspiración: Maruja Mallo mujer libre, su pintura y el surrealismo; la escuela de Vallecas, la experiencia del barro seminal de la huerta de Orihuela, es decir, el barro de la creación tras cada diluvio universal en la Vega Baja. Y quizá más.
Tras la introducción, en que se nos define la esencia de Miguel, enfrentado a la pena, ante un amor concreto, viene en cascada, en torrente tremendamente expresivo, la retahíla sobre su amor no correspondido.

Como un nocturno buey de agua y barbecho
que quiere ser criatura idolatrada,
embisto a tus zapatos y sus alrededores,
y hecho de alfombras y de besos hecho
tu talón que me injuria beso y siembro de flores.

El amante, barro al fin y al cabo, agua de tanda y barbecho embarrado, se transforma en buey nocturno que gira y gira la cenia, que es la tanda –recuérdese el papel de los bueyes en la prosa “El niño Flores”-. Quiere el barro, el hombre Hernández, ser amado y trata de cercar a la mujer, abrazarla, convertido en alfombra como si fuera un felpudo amoroso. Pero el objeto del amor se marcha, mostrando su talón, por más que el barro bese los pies y siembre flores a su paso. No se olvide de la capacidad del barro para generar el nacimiento de las plantas tanto naturales como cultivadas.

Coloco relicarios de mi especie
a tu talón mordiente, a tu pisada,
y siempre a tu pisada me adelanto
para que tu impasible pie desprecie
todo el amor que hacia tu pie levanto.

El barro, Miguel, cuyo destino está siempre en el suelo, como buen mortal, destinado siempre a ser pisado, en el suelo de la huerta, se adhiere [como si los pegotes de tierra húmeda constituyeran un relicario de perlas barro] a los talones de la mujer deseada. Y en su afán de amor, en su deseo de ser pisado, incluso se adelanta por delante de la que camina, como si de una alfombra universal se tratara. Mas el fatalismo, la predestinación del barro, es ser despreciado en su amor: ese es el destino del barro.

Más mojado que el rostro de mi llanto,
cuando el vidrio lanar del hielo bala,
cuando el invierno tu ventana cierra
bajo a tus pies un gavilán de ala,
de ala manchada y corazón de tierra.

Un corazón de tierra es el amante. El amante, barro al fin y al cabo poeta, pone a los pies de ella un gavilán –un cernícalo más bien, que en la huerta no hay gavilanes- mojado y manchado de barro y corazón de tierra. Ello ocurre en el invierno del amor, cuando ella cierra su ventana y la escarcha –el vidrio lanar que bala- se pega en los cristales. Atención al gavilán, que quizá no sea el cernícalo que se abate sobre las llocadas de las cluecas  de las casas de la huerta, que a lo mejor es el gavilán afilado de un legón, de una azada, más del primero que es muy de regadío, barro en suma,  que mientras va trabajando la tierra lleva el ala –el legón, la azada, tienen dos gavilanes afilados en las extremos de la boca, que son –también- también las alas de la herramienta. Y, por supuesto, el legón, la azada, tienen el ala manchada de barro y el corazón es un pegote de tierra húmeda.

Bajo a tus pies un ramo derretido
de humilde miel pataleada y sola,
de un despreciado corazón caído
en forma de alga y en figura de ola.

El poeta amante baja al suelo, el destino ineluctable del barro, un ramo de miel pataleada –símbolo del amor despreciado- y un corazón que por ser de barro tiene forma de alga verdinegra –formada por los costones del cauce- y de ola –de la corriente de la inundación de lágrimas-.

Barro en vano me invisto de amapola,
barro en vano vertiendo voy mis brazos,
barro en vano te muerdo los talones,
dándote a malheridos aletazos
sapos como convulsos corazones.

El amante comprueba que sus atenciones, sus muestras de amor, no causan el efecto deseado en la mujer amada. Y empieza a manifestar su despecho. Por mucho que el barro haga brotar amapolas rojas, del color de la sangre y el corazón, al comienzo de la primavera, al fin y al cabo amor; por mucho que se manifieste como brazos símbolos del abrazo amoroso –el agua de riego sobre el barbecho-; el gavilán –el legón-, despreciado, a golpes ciegos, hará brotar –alterando la paz de la tierra- sapos como convulsos corazones. La llegada del riego iba precedida, al llegar la lengua del agua, de todo tipo de animalias entre las bardomeras, entre las que figuraban los sapos, las ranas, las culebras. Atención a al sapo como un convulso corazón: los sapos mueven rítmicamente sus grandes papadas blancas. Como si fuesen aislados corazones.  Atención al sapo que aparece en Antro de fósiles de Maruja Mallo. Nótese que es esta estrofa el barro empieza a manifestar su enojo. Si hasta aquí ha sido el talón de la mujer el que ha mordido al barro amante, aquí es el barro ofendido el que muerde el pie de la mujer y le siembra el camino embarrado de sapos. Y es que no es para menos. El amor paciente tiene un límite. Y no se olvide que los sapos, que hinchan rítmicamente su abundante papada al compás de su respiración ostensible, -preludio del mítico salivazo- viven muy cerca de la humedad profunda del barro.

Apenas si me pisas, si me pones
la imagen de tu huella sobre encima,
se despedaza y rompe la armadura
de arrope bipartido que me ciñe la boca
en carne viva y pura,
pidiéndote a pedazos que la oprima
siempre tu pie de liebre libre y loca.

Reflexiona el poeta sobre su triste condición de amante despreciado. Nada más ser pisado de nuevo por la “imagen de tu huella”, siente que se le destruye la dulce sonrisa de arrope que luce el poeta en la cara. Ya se sabe lo que es el arrope –dulzura, “más dulce que el arrope”-por estos pagos. Arrope bipartido, los labios amorosos. Recuérdese que Imagen de tu huella es título de un libro anterior y coetáneo también, en parte, de El rayo y, además, un verso del soneto incluido en ese libro que empieza por “Mis ojos, sin tus ojos, no son ojos”. ¿Es posible que del contenido de los siete versos anteriores se esté dibujando la metáfora del desprecio concretado en una patada de la mujer en la boca amorosa del poeta? Pese a todo el barro pide el castigo del pie de la amada desdeñosa de “liebre libre y loca”. Liebre: connotaciones de femenino sexo, de mujer pequeña e inquieta. Liebre libre: mujer emancipada, sin ataduras. Liebre loca: mujer artista, surrealista. A partir de aquí el poeta se disocia del barro y escribe. Vuelve el poeta a su hombría amorosa herida. Miguel cuenta, de tú a tú, a la amada lo que le va pasando al triste barro despreciado y lo que el barro puede, en su indignación, hacer a la Mallo, en una serie de versos que recuerdan, aunque sea vagamente, el destino final de la mujer del cuento de El Decamerón que no accedió a los deseos de Nastagio degli Onesti, y la interpretación secuenciada que del relato hace Botticelli en cuatro tablas.

Su taciturna nata se arracima,
los sollozos agitan su arboleda
de lana cerebral bajo tu peso.
Y pasas, y se queda
incendiando su cera de invierno ante el ocaso,
mártir, alhaja y pasto de la rueda.

Pasa ella y bajo sus pisadas se arracima la taciturna nata –el polvo albario callado, pensativo, triste, melancólico, del camino; y la arboleda de lana cerebral –la escarcha, que se ha hablado del invierno- solloza. Juan Ramón Jiménez. Pasa la mujer y se queda la superficie brillante del barro seco iluminada por la luz del atardecer. Una superficie que bajo el paso de las ruedas de la carreta –enganchada a bóvidos cuyas extremidades terminan en pezuñas-, será mártir, alhaja y pasto de la rueda: mártir bajo el suplicio de la rueda; alhaja, por su blancura; pasto, porque la rueda, al girar, parece comerse al barro.

Harto de someterse a los puñales
circulantes del carro y la pezuña,
teme del barro un parto de animales
de corrosiva piel y vengativa uña.

El barro, el amante, reducido a la condición de mero soporte para el camino, harto, empieza a increpar al objeto de su amor: que tema ella un parto de animales inmundos gestados en el barro: el sapo, que ya ha aparecido antes –de corrosiva piel, que es leyenda de la Vega Baja que la piel del sapo es venenosa, lo mismo que sus escupitajos-, y quizá el escorpión –de vengativa uña-, aunque el alacrán en más bien de secano, quizá se refiera el poema al cael o alacrán cebollero, excavador infatigable de galerías en el barro de los cultivos. Puñales circulantes: las llantas de hierro de las ruedas de la carreta, y también segundo sentido el de las circulantes –que circulan, que pasan- vacas que pasan con sus pezuñas protegidas también por el férreo metal con sus herraduras de llanda o callos .

Teme que el barro crezca en un momento,
teme que el barro crezca y suba y cubra tierna,
tierna y celosamente
tu tobillo de junco, mi tormento,
teme que inunde el nardo de tu pierna
y crezca más y ascienda hasta tu frente.

Sigue la amenaza de que el amante furioso, convertido en avenida rápida de agua y lodo, una riada, vaya poseyendo, a la fuerza, a la desdeñosa amada.  La inundación, el turbión, la riada va a crecer rápidamente. Todo ello en una gradación perfecta: primero, el tobillo de junco, delgado, esbelto, que se ve a plena luz del día, el elemento que atormenta su visión  desde el suelo hacia el centro deseado, tan cercano el tobillo al suelo. Y se sabe que del esbelto tobillo parte la pierna tan blanca –que aparece en un soneto de El rayo, amén de algún otro poema- que incluye el muslo, de un blancor del nardo. Y asciende la tormenta del barro posesivo en grado sumo, hasta la frente, inundando, abrazando todo el cuerpo hacia la boca y los ojos hasta llegar a cubrir todo el cuerpo. Ascensión del barro a la que se podría llamar el beso total.
Entre el principio y el final apuntados, a través de los 47 versos restantes, el amante sigue, insiste, persigue, se desespera del trato que le da la amada. Imágenes tremendamente expresivas. En cada una de las estrofas, la adoración del amante, el desprecio de la amada. Hay un momento en que, cansado el barro de ir por el suelo a los pies de su amor, reacciona airadamente, amorosamente, in crescendo, rebelándose, ya más toro que buey.

Teme que se levante huracanado
del blando territorio del invierno
y estalle y truene y caiga diluviado
sobre tu sangre duramente tierno.

         En realidad, amenaza el amante con una violación: el barro puede que se levante iracundo y diluvie sobre la mujer, “duramente tierno”. Y más claro:

Teme un asalto de ofendida espuma
y teme un amoroso cataclismo.
        
No hace falta extenderse sobre el “asalto de ofendida espuma” y el “amoroso clataclismo”. Amenaza de consumar el amor físico, amenaza de poseerla a la fuerza. El barro húmedo, a manera de gleba compacta y seminal, la riada del amor, en su afán posesivo que todo lo que abraza, la convertirá en barro húmedo, antes de que llegue el verano, la sequía. Que cuando llegue el estío, todo será polvo, el amante y la amada juntos por el suelo, pasada la primavera de las flores. ¿Polvo enamorado de Quevedo? ¿Por qué no ver un ligero poso de “carpe diem” dentro de la amenaza final? Y un regusto desesperanzado, amargo, de la tierra, a la tierra; el polvo al polvo. Vamos que “polvo eres y al polvo volverás”, con ecos del Génesis.

Antes que la sequía lo consuma
     el barro ha de volverte de lo mismo.

         Y cuando terminas con la enésima lectura del “Barro que no cesa”, permítasete esta licencia, buscando el motor fundamental de la construcción cataclísmica de la Vega Baja, esto es, de la huerta de Orihuela, pasas a la obra  hernandiana anterior a El rayo. Y te encuentras los caminos de polvo albario, tierra aportada por las arcillas y las gredas de la rambla de Abanilla. También ellos te suenan los aportes de la erosión –etimológicamente producto del amor- de las riadas seculares. Y también la llegada del leve barro contenido en las aportaciones de las domesticadas acequias.
Y de aquí te vas, por ejemplo, retrocediendo hacia el pasado, en busca del tiempo perdido, a la riada purificadora –que hizo sonar las caracolas de los segadores del cáñamo- del Segura y su afluente el Abanilla, que se llevó parte de la miseria de Oleza, la riada del 21 de julio de 1881, la que se llevó a Cararrajada para siempre, la que acompañó la venida de Pablo, el hijo de Paulina. Presencia del rumor atronador del río en la alcoba del moribundo don Daniel Egea. Miró describe, dentro de Nuestro Padre San Daniel, la riada real que ocurrió, en Oleza, por supuesto.

Amaneciendo comenzó el temporal. […] Es un campaneo que viene de lo profundo de los años y ampara el paisaje, y va bajándose y durmiéndose en la caliente quietud del olivar, en las tierras labradas, en el olvido de un huerto, en los calvarios aldeanos de hornacinas de cal y cipreses inmóviles… […] Aquella tarde la lluvia cegaba la estampa de la víspera del patrono. La ciudad era una gárgola que el río se bebía, un río enfangado, gordo de cuajadas de muladar, de espumas y bardomeras, de hervideros de pringue y estiércol como la piel de una bestia roñosa, un río convulso de veloces hileros y oleajes que arrastraban garbas de cáñamo y de mies, cañizos de pimentón, cuévanos de capullos, artesas, aparejos; y detrás de un remolino de aves ahogadas, pasó un parral con sus vigas que se quebró contra el puente de los Azudes.

De súbito, la peña, la ermita, las ruinas, los bardales, todo se puso rojo, como delante de una fragua. Una hoz de sol poniente acababa de rebanar una costra del nublado, y la faz de lumbre se quedó rebanando la tierra. Surgió como una exclamación de colores gozosos y tiernos, de brillos cerámicos; se encendieron las aguas reciales de los ramblizos y del río, las aguas paradas de los hondos y los llanos, el verde de bronce de las palmeras y de los cactos, la plata del olivar, las antorchas de los cipreses, el oro viejo de los muros,  la blancura de las granjas, los follajes esponjados, limpios, frescos, y alzóse el pecho del verano, contenido todo el día por el temporal, y suscitó la tarde ancha, mojada y olorosa.

Y la descripción de la riada termina así: “Sobre la vega se tendía la banda gloriosa del arco iris”.

En 1997, en la novela de cuentos La llanura fantástica, de  Luis T. Bonmatí-, nos contaba el cuentista, mucho y bien, sobre el barro del que venimos todos y en el que todos pararemos cuando se terminen los cuentos. Historias del barro que producía el agua violenta sobre el polvo de la sequía, historias que producía el agua pacífica, aunque peleada secularmente por los regantes. Historias de riadas –la de 1946, la de 1957-. Historias mensuales de las tandas de los hombres que gobernaban los Juzgados privativos de las aguas vivas y de las aguas muertas de la vega. Primero veamos el retrato de las riadas.

Pocos años después […], a fines de septiembre, volvió a llover del mismo modo que el año en que nací [1946], de una manera desmadrada, no como debía y tampoco como ahora, que no llueve jamás. Llovió como si el cielo se derramara líquidamente sobre todos los puntos de la comarca y, más, llovió en la cabecera del río, entre Albacete y Jaén, a lo largo de la estrecha cuenca que llega sinuosa hasta las puertas de Murcia como una serpiente por lo general casi vacía, que, entonces, otra vez rebosó de sí misma.
Salida de madre, el agua se encauzó como una avalancha de lenguas por todos los caminos en vez de los cauces de los canales árabes, Y a continuación, sin cesar de hincharse a sí misma y si  respiro, excedió de estos caminos, se convirtió en una pared alta y amplia, sumergió los naranjos y los limoneros y los granados, bañó hasta la base de sus copas los cipreses, , los olmos, los nogales y las moreras, abrió los cementerios como una llave y sacó como una mano los ataúdes que bajaron flotando sueltos y salvajes por las ramblas, impulsó a los aislados hasta los tejados de sus casas y, mientras los padres elevaban por encima de sus cabezas a los hijos, algunos murieron con sus vacas de labor o de leche, ahogados confusos que burbujearon unos minutos debajo de las aguas súbitas.
Al retirarse a sí misma la marea, El Hondo apareció más lleno y extenso que nunca y al agua le sucedió el barro. Este, que empezó siendo pardo, en unas horas negreó depositado dentro de las casas y, fuera, a fuerza de sol lo dejó enseguida gris sobre las fachadas, encima de los tejados bajos, espolvoreando los árboles que cedieron sus verdes, encerrando bajo una sobrecapa terrosa todos los vegetales rasos. […]. El fraccionado orden, observable desde lo alto sobre esta llanura en cualquier momento del año, se había convertido en un desorden gris unánime y un dolor cósmico a fines de septiembre[…].
Después de llorar unos momentos […], todos los habitantes  se dedicaron como hormigas a conseguir que las cosas volvieran a sus cauces después de que las aguas hubieran vuelto al suyo.
Y tras el apocalipsis de las riadas, el ordenamiento del agua, las riadas pacíficas de la mano del hombre, las tandas:
Sólo poco a poco fui consiguiendo la idea de que la gran acequia que vertebra el término, y todos los brazales que de ella nacen y se reparten capilarmente llegando a cualquier sitio mediante la ataujía de un complejo sistema circulatorio, se llenaban de agua cada veinticuatro días no por causa de un milagro, sino gracias a un río invisible, pardo y misterioso, situado 18 km más arriba de nuestro punto. Aquel río, que no podía verse, era la arteria principal del cuerpo que parasitábamos, la fuente de vida de una tierra arteriada, sin la que todos moriríamos. Y las venas de este cuerpo eran los avenadores que conducía el agua ya gastada y envenenada a la nada o a los marjales de El Hondo.

La vida entonces no se regía por los días del calendario sino por las tandas, …]. Cuando el agua llegaba, sobre todo los veranos sin escuela, acudíamos a recibirla con gritos como a una dicha o la esperada visita de un abuelo; cuando no llegaba, sólo era necesario callar y mirar la preocupada, silenciosa tristeza de los mayores maldiciendo a los imbéciles de Murcia y a los avariciosos de Orihuela que lo querían todo para ellos. Cuando el agua llegaba, el mundo se iba embarrando a porciones, de forma controlada, por turnos rigurosos, y había que llevar mucho cuidado para no meter los pies en un bancal que los succionaría; si no llegaba, no había que llevar ningún cuidado pero ya puede suponerse que sin sangre no hay alegría.

Y te acuerdas de un poema de José Luis Zerón, publicado en 2017, que viene como anillo al dedo a estas cosas del barro secular, y que ha sido citado anteriormente:
Las nubes van llegando con su viscosidad
de plomo
y yo espero la crecida.
Espero que los árboles pierdan sus frutos
y la violencia de la lluvia
arrastre los despojos del pasado.
Espero que la riada borre
la lejanía que nunca logré abrazar.
En este remanso mezquino espero
[…] Mirando el temblor del río
y su luz de márgenes
trato de olvidar el mar.
Olvidarlo para siempre.

Pero esta mirada que alcanza la piel mullida
de la corriente
y desciende a las raíces del fango,
siempre vuelve al fondo de los mares.

Y retrocedes en el tiempo, en busca del barro original, y te vas a los versos latinos de Ora marítima, siglo IV d. C., en la que se habla, por primera vez, por escrito del barro, del que procedemos y sobre el que camináis, amáis y pasáis. En una clase de Geografía, cuando la Geografía era la descripción del ecúmene y de sus partes, Avieno, señalando un enorme mapa, no sabes si de pared u horizontal, decía a su joven discípulo Probo, que tras Cartagena venía una inmensa palus en la que confluía la desembocadura de tres ríos que se fundían amorosamente, cosas del agua continua, antes de llegar al mar. El hombre, dotado del don de la ironía, de la que deja muestras en su elaborada obra geográfica, se choteaba un poco cuando hablaba del Theodorus y decía no entender el refinamiento del nombre, oh Theodorus, del que parece que viene el nombre del Tháder, que más tarde se llamó Segura, en una zona tan rústica, tan lugareña, situada casi en la cola del imperio con respecto al cogollos de Roma. Iba recitando Probo de memoria los hexámetros del maestro:

…post iugum Traete eminet
brevisque iuxta Strongyle stat insula.
dehinc in huiuis insulae confiniis.
inmensa tergum latera dffundit palus.
Theodorus illic –nec stupori sit ibi
quod in feroci barbaroque stat loco
cognomen huius Graeciae accipis sono-
prorepit amnis. ista Phoenices prius
loca incolebant. Rursus hinc se littoris
fundunt hareane et littus hoc tres insulae
cinxerent late. Hic terminus quondam stetit
Tartessiorum. Hic Herna fuit.


Y retrocedes hacia el principio de los tiempos, al Génesis, al día anterior a la separación de las aguas y las tierras. Y abres ese día en que se empezó a separar lo húmedo de lo seco, cosa que todavía no se ha terminado del todo.
Y te vas camino de la larga estantería del pasillo a consultar un libro publicado en 2008, hace 9 años, La escuela y a la esfinge, y te vas a tu niñez, que es la patria chica, la “matria” que dice Manuel Molina, a la que quieres regresar, pese a todo. Y te encuentras a ti mismo. Y en el capítulo nueve, en que se describe una riada, se concluye que tras la inundación “habrá un reinado general del barro que durará varios días, en el que la gente se hundirá cuando trata de ir de un lado a otro, incluso caminando por las veredas y los andadores.”
Cuando tras mucho trabajo y pretendida erudición pretendes poner punto final a este artículo te asalta una duda. ¿No será “Me llamo barro” una puesta al día del mito –oh luces de las leyendas, qué seríamos sin ellas- de Apolo y Dafne? Veamos. Robert Graves, Los mitos griegos, cuenta en “Naturaleza y hechos de Apolo”que este dios, hijo de Zeus y Leto, no fue siempre afortunado en el amor. En una ocasión persiguió a la ninfa Dafne, la ninfa montañesa sacerdotisa de la Madre Tierra e hija del río Peneo en Tesalia, pero cuando la alcanzó, ella llamó a la Madre Tierra, quien la hizo desaparecer justo a tiempo y se la llevó a Creta. La Madre Tierra dejó un laurel en su lugar, y con sus hojas Apolo se hizo una guirnalda para que se consolase. La acometida pasional de Apolo contra la ninfa no fue un arranque momentáneo, sino que venía de antes, pues estaba enamorado de ella desde hacía tiempo. ¿Podríamos ver elementos de este mito griego en los versos de Hernández? Miremos el grupo escultórico de Bernini, descrito tan clásicamente barroco en mármol de Carrara. Y el ímpetu ascensional de la ninfa tratando de escapar de la acometida poderosa de Apolo. Cosas ambas que nos llevan a Las metamorfosis de Publio Ovidio Nasón. Y no solo a Las metamorfosis, sino al Arte de amar y a los Amores del mismo Nasón. Pero eso saldrá a la luz en el siguiente artículo de la serie.

Y es que, en realidad, “Me llamo barro” y, en su conjunto El rayo que no cesa ¿qué es –aparte de muchas cosas más- sino un libro que podría tener como subtítulo Las metamorfosis de Miguel Hernández?




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