ASUNCIÓN DE MIGUEL HERNÁNDEZ AL SEMINARIO
El artículo que sigue figura en Orihuela. Literatura y patrimonio, de Miguel Ruiz Martínez, Aguaclara, 2017.
1939: ASUNCIÓN DE MIGUEL HERNÁNDEZ AL SEMINARIO
Octubre era un mes señalado dentro de su
corta biografía. 1939. Primer octubre de la Victoria para mayor INRI. El poeta
trataba de escribir, era a mediados de mes, una carta a su mujer, que estaba
allá abajo con su hijo. Lápiz y papel. Qué lápiz y qué papel. No se encontraba
muy católico en la lóbrega estancia en que se hallaba prisionero. Un sótano del
Seminario de San Miguel Arcángel y la Inmaculada Concepción. Iba a ponerse a
escribir, pero cuando humedecía el grafito con la punta de la lengua se ponía a
pensar sobre las causas por las qué estaba encerrado en aquella prisión.
Pensaba y se le calentaba la cabeza al hacerlo. Repasaba los antecedentes de su
asunción al Seminario y los duros días que ya había pasado en aquella cárcel.
Día de San Miguel. 29 de septiembre. Su
santo. Hacía años que no lo celebraba. El poeta, además de barro, se llamaba
así, eso decían, porque su padre, nacido en Redován, le puso su nombre, que era
el del patrón del pueblo, el glorioso arcángel. Redován, donde ese mismo año de
1939, por enero fue, habían estado, de paso, Negrín, la Pasionaria y otros
dirigentes republicanos, en plena desbandada, camino hacia el aeródromo de
Monóvar que les prometía un exilio a lomos del avión que pilotaría Jiménez de
Cisneros. El poeta no tuvo plaza en ese avión. Pues nada, este año iba a
celebrar su santo. Hacía medio mes que lo habían puesto en libertad y algo
tenía que hacer. No iba a estar escondido todo el día todos los días, leches.
Cuando llegaba con Justino a la plaza de la
Soledad empezó a comprender que no debía haber salido a celebrar su onomástica.
Y eso que le habían advertido de la cosa. ¡Chico, estás loco para salir por
Orihuela! Nene, ¿es que no has tenido bastante? Chacho, ¿es que no piensas en
tu mujer y en tu hijo? ¡Miguelico, no seas cabezón! Las heridas de la guerra
manaban sangre todavía a chorros por la calle Mayor. Índices acusadores le
señalaban por donde iba pasando. Acababa de visitar a los padres de su amigo
del alma. Tras la visita, el hermano de Ramón le quiso acompañar, por lo que
pudiera pasar, al tiempo prolongarían ambos el revival del hermano y del amigo.
Iban hablando por delante del larguísimo muro de la catedral, a la vista de los
innumerables vítores de sangre de toro y de almagra de los bachilleres, de los
licenciados, de los doctores que se habían recibido en tiempos pasados.
Larguísimo muro, pared de piedra eterna donde seguían estando las firmas de los
canteros que construyeron la catedral, signos masones tan analizados por los
ojos investigadores de don Magín, el que vivió en la Orihuela recreada por Miró,
el amante platónico de doña Purita.
Pasaban por delante del palacio obispal.
Pensó en el Obispo leproso y del mismo habló con Justino. Del Obispo. De Don
Magín. De doña Purita, aquella soltera frutal, qué buena y apetecible la
retrató el bueno de don Gabriel, tan narcisa, desnuda a la luz de la luna ante
el espejo. Rememoró por unos segundos aquellos sus poemas que tituló ‘Alba de
hachas’ y ‘Sonreídme’. Miró al otro al otro lado, a la placeta del Salvador, y
recordó el episodio de la biografía novelada de Jaime el Barbudo que sucedió en
aquel entorno. Jaime el de la Sierra, sí, el que robaba a los ricos para
repartir entre los pobres.
Llegando al refugio de las Cadenas, pensó
en aquellos murcianos del pasado que venían a Orihuela, cometían tropelías y se
acogían a sagrado. Recordaba la inquina, la tirria que los oriolanos tenían
hacia los de Murcia, por los ataques que a lo largo de la historia habían venido
de aquel lado. Aunque en realidad, los que vivían al otro lado de la raya de
Castilla eran, por lo menos en su poesía de guerra, «murcianos de dinamita frutalmente propagada», paisanos soldados firmemente dispuestos
en férreos octosílabos entre «aragoneses de casta» y «leoneses,
navarros, dueños del hambre, el sudor y el hacha».
Enseguida pasaron por delante de la portada
del Loreto, a la izquierda, y la puerta de la capilla del mismo nombre, a la
derecha. Y mientras hablaba con Gabriel Sijé, su cabeza no cesaba de pensar. Le
venía a la mente uno de los poemas que había compuesto para su primer libro, en
que hablaba de manera subrepticia de los canónigos de la catedral. Poesía que
no fue publicada dentro de Perito en
lunas, quizá por ser un tantico irreverente. Composición que, aunque
brillante y contundente, no había gustado a don Luis. Que no, que no, que no se
pueden hacer gracietas con las cosas de la iglesia. Octava que comienza
diciendo «Vibran las
herrerías celestiales», que deben ser las
rejas admirables de la catedral, la del coro, y los incontables tubos metálicos
del soberbio órgano barroco. Octava que define a los canónigos como polifemos
posteriores, vaya, por la coronilla, que
cantan, «corales», mientras «el pueblo duerme». Vaya si dormía el pueblo.
Ya se asomaba por la calle Mayor a la Plaza
de la Soledad y le vino a la memoria, cuántos recuerdos, la ‘Elegía’ a su
amigo, sobre todo el endecasílabo que hablaba de aquel lugar, que en el pasado
había sido el cementerio adosado al testero de la Parroquia del Salvador y de
Santa María, «Ando sobre
rastrojos de difuntos». Pues sí, seguía
andando sobre rastrojos de difuntos, los del pasado lejano y los recientes. Y
entonces fue su prendimiento definitivo, del que ya no se libraría. Hasta que
lo murieron a la sombra de las palmeras de la cárcel.
Trataba de escribir una carta. A los que se
habían quedado allá abajo. Antes de escribir le seguía dando vueltas y vueltas
a un asunto que en realidad era también mariano. Lo suyo, su subida fue también
una asunción, porque las veces que había subido antes al Seminario habían sido ascensiones gozosas
para admirar la gloria del paisaje de la Vega Baja y parte de la Media.
Recordaba su subida, hacía medio mes, su asunción personal, en alma y cuerpo,
al Seminario, preso y escoltado por la pareja, por el Paseo de los
Catedráticos. Qué subida tan distinta esta, tan amarga, a las felices
ascensiones al Seminario con que se deleitaba, pocos años antes, tiempo
primaveral de mona, el amigo Fenoll,
el panadero: «San Miguel. / Fragancia
a tomillo. Sol. / Sube la gente en tropel / la cuesta de caracol.» ¡Qué amarga la fragancia del tomillo, y la
de la retama, en este octubre de 39!
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