Miguel Hernández, 28 de marzo de 2022, ausencia y memoria II
Rafael Alberti, 1942, el año en que murió
Miguel Hernández, hace 80 años, escribió “Égloga fúnebre a tres voces y un toro para la muerte lenta
de un poeta”, dedicada a Miguel Hernández. Este poema figura en Rafael Alberti, Poemas del destierro y la espera. En la tercera parte de la “Égloga”,
el escritor da la voz y la palabra a Antonio Machado, a
Federico García Lorca, a Miguel Hernández, en el trance de sus respectivas
muertes, momento en que se dirigen al toro, su interlocutor. Primero interviene
Federico; a continuación, Antonio; por último, Miguel.
Dice el granadino (desde el río):
La tarde
va de huida por escaleras granas,
y por la
mar un toro, desvanecido, a rastras,
bajo un
redoble mustio de espumas y retamas.
Sube mi
sangre, niño, del valle a la montaña.
En
el principio eran las alas…
El sevillano (desde
lejos):
Yo me
dejé olvidados los ojos en mi casa;
la voz,
perdida y sola sobre provincias altas.
Quiero
para morirme mis ojos, mi garganta.
¿No ves
que ya me alejan a tumbos estas aguas?
Quita mi
muerte, niño, de estas tierra extrañas.
En el
principio eran las alas…
Y el oriolano:
Amigos,
ya las piedras y los cardos me llaman.
Premeditadamente,
la sombra pica en calma
los
materiales hoyos y dientes de sus ansias.
¡Ay, qué
retardo y fría lentitud de mortaja!
En el
principio eran las alas…
Tras las voces viene una acotación
aclaratoria:
(El toro aquí se fue doliendo
de punzadoras alambradas,
de patios duros donde hasta el sol era
un ojo agónico, entreabriendo
sobre tantas volcadas
flores, un lagrimal de olvido y cera.)
Y de nuevo la voz del poeta de Orihuela, en
soliloquio hacia la muerte, a través de 16 impresionantes pareados:
Que
avisen pronto a mi casa.
Tengo que
arar de madrugada.
Varoncito,
varoncito grande.
Que a él
no le digan lo que saben.
Paloma
revoladora.
¡Aire,
que vuela ya la sombra!
Mordidos
suelos helados.
Tengo que
hablarle pronto al campo.
Vara de
nieve en los huesos.
…que conversar
con el almendro.
Sangre
que ni cama tienes.
…gavillar
ramos de laureles.
Ni dormir
ni despertarse.
Adonde
quieras tú llevarme.
Pena de
torre y ventanas.
Éramos
diez, nueve me faltan.
Ni va la
arena ni el árbol.
¿Es que
no hay mar para los barcos?
Fiebre de luz, alta fiebre.
¿Es que la mar ya ni se mueve?
¡Ay toro
de desvarío!
¿Es que
no tengo ya ni amigo?
Toro de
locura y aire.
¿Es que
no tengo ya ni sangre?
Toro de martirio y sueño.
¿Es que no tengo ya ni cuerpo?
Toro de
silencio y alma.
¿Es que
no tengo ya esperanza?
Toro de
muerte y abandono.
¿Es que
no tengo ya ni toro?
¿Es que no tengo ya ni toro?
¿Es que no tengo ya ni toro?
La égloga termina así, quizá convocando a
la esperanza:
(Aquí el toro gritó, crujió tan fieramente,
como si con garganta de monte, si con lengua
de borrasca o con pozos de truenos se pudiera.
Tan herido y tan duro, que hasta el río exánime
tembló helado papel la cara de la muerte,
subiendo a torrenciales auroras los olivos
y a festones de luz el mar enguirnaldado.
Fue como si de pronto un boreal augurio,
una alegre catástrofe sin fin se derramara
bajo los delirantes abrazos de los puentes.)
Las hojas de los granados nacen y crecen durante el mes de marzo. Y saben sacar los colores de la tierra. La ilustración del artículo, un homenaje a la memoria. Desde la tierra.
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