EL ENCUENTRO ENTRE
MIGUEL HERNÁNDEZ Y EL PALMERAL
El encuentro intenso del adolescente Miguel Hernández con el Palmeral y la Huerta, con motivo de su trabajo de cabrero, le fascina. Desde el primer momento refleja el entorno por el que se mueve. Durante los años de esforzado aprendizaje, el poeta en ciernes va pasando al papel las emociones que le produce esa experiencia. Son composiciones costumbristas del paisaje que tiene ante sus ojos reflejadas en su cuaderno como si fueran cuadros. En esta primera etapa de formación, de lucha con el lenguaje con que inicia su oficio de escritor, cabe señalar varios aspectos que sobrevuelan por sus poemas: el paisaje local en su pleno esplendor, el tema del trabajo, el oficio de pastor en el aprisco, en la huerta, en la sierra, a veces en el campo; un cierto gusto por la mitología; un erotismo evidente; y un panteísmo manifiesto. Aspectos que, salvo el referido a la mitología, van a ir pasando por todas sus etapas de producción literaria.
La Huerta,
un monumento hidráulico general y único, paisaje excepcional que integra el
conjunto de la Vega Baja, de la que es parte el Palmeral, es descrita, pintada,
por un pastor que detesta serlo y que quiere ser escritor. Pero que hace de la
necesidad virtud, elevándose sobre las duras condiciones de su trabajo, en una
continua ascensión hacia la cultura. Durante algunos años, la mayor parte de
los días conduce el rebaño en busca de pastos. El trabajo diario comienza al
amanecer, con la limpieza del establo y el primer ordeño del día. Y, a
continuación, inicia un itinerario que discurre, inexorablemente, en paralelo a
los caminos del agua, elemento esencial del paisaje de la Vega Baja. Sale desde
un callejón hacia la calle del Colegio, por la que desfila, por encima de la
soterrada acequia Vieja de Almoradí, al frente del ganado, ante la
impresionante fachada del conjunto monumental. Recuerda muchas veces, al pasar
por aquí, por delante de las portadas de la iglesia, del convento y de la
universidad literaria, que había sido privado por su padre de unos estudios, de
una cultura que tanto le había deslumbrado.
Tras rebasar la Puerta de Callosa, ya en la Olma, hay que elegir camino: ya hacia levante, por el camino Viejo de Callosa o la senda de Masquefa, siguiendo el curso de dichas acequias, que en aquel tiempo discurrían a cielo abierto; bien hacia el norte, junto a la acequia de la Escorrata, el Palmeral, el primer tramo del azarbe de las Fuentes, camino de la Sierra de San Antón, vereda del Palomar, el Escorratel, el campo de la rambla de Abanilla; o quizá hacia el sur, por los Huertos, acequias Vieja de Almoradí, de Almoravit, de Callosa, la margen izquierda del río, tramo final del azarbe de las Fuentes, el Salto de Fraile, la Campaneta. Por la tarde, al oscurecer, con todas las luces de esa hora melancólica, la vuelta hacia el redil, donde todavía queda trabajo por hacer. Como fondo de la escena el paisaje de poniente, el sol ocultándose por el horizonte de la sierra, en cuya base siempre está la presencia del Palmeral.
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